jueves, 4 de marzo de 2010

LA MUJER TOTAL/ SERGIO SARMIENTO


Llegué a casa y descubrí, con cierto asombro, que mi mujer se había esfumado. Tres años de concubinato se deshacían como una casata de lúcuma en un refrigerador descompuesto, como un enfermo de pulmonía en el tórax de una tumba. No hay duda, pensé, la vida es una cajita sorpresa. Un sorteo donde tarde o temprano todo el mundo resulta ganador de flamantes boletos a la soledad, algunas veces ida y vuelta, algunas veces sin retorno. Entré al dormitorio. Eran las tres de la tarde de un día de otoño y las cortinas, cerradas, destilaban grises los rayos del sol. Abrí bien los ojos: la cama estaba en orden y en el muro, junto a la reproducción de uno de los extraterrestres de Matta, una araña tigre esperaba su cena. Me distraje observándola durante un rato. No se movía. Tal vez estaba seca. Para averiguarlo, tomé un libro del velador y la aplasté. No, no estaba seca, pues sus diminutas vísceras mancharon el muro. Luego, apesadumbrado por mi propia suerte y por la suerte del insecto, me recosté en la cama y de manera automática encendí el televisor. Vi monitos japoneses, vi perfectos culos adolescentes meneándose junto a una gaseosa-falo gigante, vi a un hombre-tubo-de-pasta-de-dientes rifando viajes a Miami, vi escenas de “El dado mágico”, número perdedor, número perdedor, gritaba mi mente, vi a una mujer que gracias al diezmo logró enderezar su negocio, su familia, su vida, dios bendito, vi a un hombre perfecto besando a una mujer perfecta en una playa perfecta y lloré y me quede dormido.

Desperté pasadas las siete de la tarde. Apagué el televisor, que aún supuraba sana entretención y puse un compilado de Nirvana. Con la enfermiza voz del difunto Cobain de fondo, hice un inventario general. Faltaba una estufita de cuarzo que usábamos durante las noches de invierno, faltaba Andy, su tierno cocodrilo de peluche, faltaba, por supuesto, la caja de zapatos donde guardábamos los ansiolíticos y las tabletas para la migraña; eché de menos, también, una foto de cuando fuimos a la playa de Dichato y creímos que era posible ser felices. Imaginando, todavía, que el asunto no era tan serio, abrí el armario y con desazón constaté que realmente se había ido, no se trataba de una jugarreta, pues la mitad del mueble estaba vacío. Y ni siquiera había dejado una nota explicativa. Salí de la habitación, fui al comedor y me senté en la solitaria mesa, descubriendo que también se había llevado el florero -receptáculo de cuentas, cortaúñas, cintas adhesivas, hilo de coser y otros objetos inútiles-, el reloj mural y una figurita de porcelana china que usábamos como cenicero. Encendí un cigarrillo y echando las cenizas en la misma caja de fósforos que me proveyó de fuego, pensé exhaustivamente en las causas de su partida.

No había que ir muy lejos. El día anterior habíamos discutido. Le había dicho, como tantas otras veces, que se fuera, que me dejase tranquilo, que estaba aburrido de su estulticia, nunca entiendes nada de nada, tienes el cerebro relleno con espárragos. Ella me trató de inútil. ¿Inútil? Hace unos cuantos meses había ganado, al fin, mi primer concurso literario, premio Mandrágora 2002, con el poemario: “La sombra artificial”. Yo, el inútil, el parásito, como también me llamaba, era el máximo exponente del surrealismo en Chile. ¡Y ella no lo valoraba! Todo porque el premio, el estímulo económico, fue bastante exiguo. El equivalente, digamos, a un sueldo mínimo. ¿Y qué más podía pedir? Escasean los surrealistas, algunos críticos opinan que el movimiento ya está muerto, superado por la historia, por lo cual el galardón sería absurdo, decadente, extemporáneo. Agregan, además, que en Chile nunca hubo surrealismo. ¿Y Braulio Arenas? ¿Y Jorge Cáceres? ¿Y Enrique Gómez Correa? ¿Y Ludwig Zeller? ¿Y la revista Derrame, que aún circula con sus bellas hojas mal impresas? ¿Y Roberto Matta? ¿Y Raúl Ruiz? Lo cierto es que si existe un premio Mandrágora es porque aún hay surrealistas en Chile. Claro, el movimiento no es masivo, el verdadero arte nunca lo es, pero yo estoy absolutamente seguro que, de manera subterránea, como siempre debió haber sido, el surrealismo no ha muerto. Hay revistas, hay libros, hay lectores repartidos por todo el mundo.
Fui hasta la cocina y apagué el cigarrillo en el lavaplatos. Luego, puse a Cobain en mute. No necesitaba más angustia. Y menos gringa. Pensé llamar a algún amigo, pero mi celular no tenía saldo suficiente. Volví al comedor. Y traté de imaginar algún verso. Se supone que la depresión estimula la creatividad. Me resultó imposible. Paralizado, sentí sólo una secreción salobre circulando por mi garganta. Estaba perdido. Todo por la poesía, oficio mayor que Angélica, mi mujer, no valoraba. Al principio, cuando éramos hermosos y aún la vida no nos deformaba por completo, sí lo hacía. Nos enamoramos, debo señalarlo, gracias a unos versos de Breton que ella confundió con una canción de Camilo Cesto, cosa que en su momento fue graciosa, casi un acto de surrealismo sudaca, y que luego, ante lo obtuso de su sensibilidad, se volvió insoportable. En ese tiempo hablaba bien de mí en su trabajo: es escritor, es poeta. Y sus colegas de la peluquería, un montón de subproductos del glamour, gallinitas que hedían a despecho y perfume barato, preguntaban: ¿Y qué estudió? Nada, aprendió solo, aunque después ha participado en varios talleres literarios. ¿Y trabaja? Sí, trabaja escribiendo todo el día frente al computador, es un hombre inteligente, ha leído más de mil libros, eso creo yo, y será un gran poeta, reconocido, famoso, como Pablo Neruda o ese que es pariente de la Violeta Parra, un viejito medio loco, cómo se llama, ah, Vicente, Vicente Parra. Luego, seguía sumando elogios: no tiene malas costumbres, se droga sólo con marihuana, para subir el ánimo a veces toma fluoxetina, pero poco, no es borracho, nunca me ha pegado, es bien casero y súper cariñoso. Angélica estaba orgullosa de mí, qué duda cabe. Mas yo no de ella, una mujer atractiva, con buenos sentimientos, empeñosa, pero incapaz de visualizar un poema de Artaud, de Jean Arp o incluso del meloso Paul Eluard. Una simplona, en pocas palabras.
Con el paso del tiempo, miserias de la vida cotidiana lanzando sus flechas sobre nuestra mínima existencia, Angélica comenzó a sugerir, ocasionalmente al comienzo, de manera constante después, que buscase un trabajo estable. Utilizaba tal expresión a fin de no herir mi dignidad de autor, pues así escribir poesía, mi vigorosa poesía del inconsciente, mi maquinita automática de belleza, tenía estatus de trabajo, aunque poco práctico, dada su incapacidad para atraer dinero en forma regular e incluso irregular. Piénsalo un poco, clamaba. Ante estas presiones, a mi juicio bastante histéricas, yo respondía preguntándole, preguntándome, si realmente era necesario que me convirtiese en un lacayo mal pagado, fotocopista en Estación Central, vendedor de abarrotes en La Vega, cajero en alguna carnicería del barrio Franklin, recolector de basura en Huechuraba, si al fin y al cabo nuestras necesidades básicas estaban cubiertas. Creí que tenías las cosas claras, continuaba. Yo aporto con la casa, que es pequeña y pobre, que cruje y recibe baratas por las noches, lo sé, pero está pagada. Cero arriendo, cero dividendo, cero inestabilidad. Todo gracias al esfuerzo de mi difunta madre, mujer santa que ahora, tras mantener toda su vida a su hijo artista, a su querubín del inconsciente, vive gozosa en el centro del cosmos, haciendo aseo junto al santísimo corazón de jesús, como siempre le gustó. Ese es mi aporte. El tuyo es el sueldo que recibes en el salón de belleza, dinero que nos permite cubrir todos los gastos del hogar. ¿Es eso tan difícil de entender? No, respondía. Y su rostro simple se volvía amarillo, se le caían los párpados y sus ojos se llenaban de una sustancia parecida a las lágrimas. Entonces, para asegurar la victoria, libertad versus domesticidad, le asestaba el golpe final. ¿Quién riega las plantas? ¿Quién se encarga de los trámites en el centro? ¿Quién arregla el techo cuando hay goteras? Yo, por cierto. Tú sólo debes ordenar las camas, asear un poco la casa y lavar la ropa. Te aconsejo que no te dejes llevar por los comentarios de tus amigas, son un grupo de perdedoras que te quieren confundir. En ese momento, por lo general, ocurría la reconciliación. Cada vez más aburrida, cada vez con orgasmos de menor amperaje. Y a la semana, a veces incluso al día siguiente o, en ocasiones, apenas producida la nocturna liberación de esperma y rabia contenida, otra vez comenzaba el ciclo perverso.
A veces señalaba, los ojos tornasolados de esperanza, que si yo trabajase podríamos pedir un crédito con renta familiar en Latitud Sur, el banco a su medida, y comprar un cacharrito y viajar a la playa los fines de semana. A ti te gustan el mar, las gaviotas y los barcos. Claro, sería magnífico, le respondía. Otras veces, se volvía más pragmática y soñaba con un nuevo refrigerador, uno grande, uno de esos que hacen cubitos en forma automática. Claro, sería magnífico, le respondía. En momentos extremos soñaba con otra casa. No es que el barrio no me guste, decía, la gente es súper buena onda aquí en la población, pero me encantaría vivir en una construcción sólida, no de madera. Una casita nueva con todos sus artefactos impecables: el lavaplatos, los sanitarios, las llaves del agua, todos brillando como en los comerciales de clorox. Claro, sería magnífico, le respondía. Otras veces se le ocurría pensar en nuestra ancianidad. Sería bueno que nos inscribiésemos en una administradora de seguros y todos los meses pagásemos la planilla, así, cuando seamos viejitos tendremos un sueldo mensual. Claro, sería magnífico, le respondía. Poco a poco, el asunto se hizo insoportable. Y tuve que decirle lo que pensaba: eres una idiota materialista, una aspirante a burguesa con escasa actividad cerebral, un producto de las teleseries y el cacareo de los ministros de educación. Al principio lloraba encerrada en la cocina, luego comenzó a insultarme. Me trataba de cafiche, de mal escritor, de fracasado. Y la vida se nos hizo insoportable.
Abrí la ventana que daba a la calle. Un viento tibio se lanzó en picada sobre la caravana de angustias que atravesaba mi cabeza. Necesitaba un cogollito. Entonces, desesperado, fui hasta la cocina y busqué, en el último cajón del mueble, espacio habitado por platos, tazas y fuentes, una cajita de auténtico “Té Imperial”, objeto de cartón donde Angélica guardaba su dinero, nuestro dinero. Abrí la caja y encontré un miserable billete de $ 5.000. La perra se había llevado todo lo demás. En fin, alcanzaría para prensado paraguayo y la comida de mañana. El resto, ya se vería. Salí y me encaminé hacia Avenida Recoleta. El crepúsculo, vicio de escritores mediocres, volcaba zumo de naranjas sobre los techos de las viejas viviendas. En las puertas de algunas casas, mujeres con delantales floridos miraban de izquierda a derecha o al revés, como esperando que por fin algo o alguien apareciera por alguna esquina, desde el cielo, incluso desde las alcantarillas, para decirles que todo estaba bien, que tendrían vida eterna, detergente en abundancia y una vejez tranquila, con pequeños perritos de raza jugueteando con sus nietos, en un ambiente libre del flagelo de la droga y la delincuencia. Pasaba mucha gente a esa hora: desesperados, lunáticos, esposos fieles e infieles, evangélicos, trabajadores, parejas de enamorados y hasta un circo en tránsito hacia algún descampado. La mujer elástico, eso pensé al ver el circo. La mujer elástico y sus piernas infinitas, flexibles, como dos boas revestidas de seda y medias de nylon. La mujer elástico y su vagina que podía curvarse de mil formas
Llegué hasta una feble casa de madera, llamé en voz alta y tras un rápido movimiento de cortinas, apareció la señora Violeta, mi proveedora. Sin hablar, le extendí el billete. La mujer miró el papel moneda a contraluz y luego articuló la palabra cuánto. Uno, solicité. Enseguida fue hasta la ventana, dio un par de instrucciones a alguien que no pude ver y rápidamente volvió, entregándome un pequeño paquete envuelto con hojas de la guía telefónica y el cambio: cuatro billetes de $ 1.000. Con la mercancía en mi poder, fui hasta una placita con árboles flacos y pasto reseco, un área verde, como señalan los planos municipales, y me senté sobre un banco de cemento. Allí, en soledad, lié un pito. El sol se había escondido cuando arrimé fuego al diminuto catalejo de papel. Mientras fumaba, desdoblé el envoltorio de la yerba y examiné lo que allí estaba impreso. El azar se comunica con nosotros de diversas maneras. Y es necesario estar atentos. El papel contenía un anuncio de “Nubesol”, productora de eventos infantiles que ofertaba payasos, magos y títeres. La señal era prístina: debía mirar la vida como el niño que fui, quitarme el barniz de la adultez y sumergirme en la inocencia. Volver a nombrar, volver a dar significado, borrar el disco duro y enfrentarme a un mundo nuevo. Hice el ejercicio. Y, por supuesto, no resultó. Seguía viendo todo igual que siempre. La misma plaza reseca, la misma miseria. Luego, alcé la vista hacia el cielo, eres un bufón, me dijo el cielo, y nuevamente me dediqué a pensar en mi situación. Hasta cierto punto estaba arrepentido, para qué negarlo. No porque amase o no a Angélica, eso daba lo mismo, sino porque el futuro se anunciaba como un período de sequedad absoluta. Entonces imaginé que iba a la peluquería y hablaba con ella. En realidad no pienso que seas idiota, todo lo contrario, eres un supercerebro, una incomparable artista de la cabeza humana. Cuando tiñes el cabello haces arte. Haces arte, también, cuando peinas, cuando rizas y cuando cortas. Eres una reencarnación de Leonora Carrington, artista de la tijera que ha llegado a este planeta para dar toques de oniria a melenas, pelambres, cabelleras y pelucas, mujer total, mujer mundo, mujer cosmos, hija secreta de Bretón. Entonces me reí. No, Angélica era necia y no había más que hacer. El problema era otro: el dinero. Cómo cresta sobreviviría.
Consumida la yerba, encendí un cigarrillo. La noche se había abalanzado sobre Santiago y revoloteando ante los focos del alumbrado público cientos de polillas buscaban lo mismo que yo: un poco de luz. Más allá, sobre la vereda, dos escolares tomados de las manos se besaban y se miraban a los ojos. Ellos y las polillas, a diferencia mía, sí tenían acceso a partículas de luz. Con tristeza recordé mis buenos tiempos con Angélica. ¿Qué había pasado para que ahora, siendo los mismos, fuésemos extraños? ¿En qué momento quedamos a oscuras, incapaces de reconocernos, de excitarnos, de maravillarnos? No había respuesta. Los escolares se marcharon. En el camino, se cruzaron con una mujer joven que llevaba su bebé en brazos. Presurosa, la novel madre pasó bajo el foco sin ver las polillas, ángeles que revoloteaban sobre su cabeza. Y se perdió en las sombras. Saltó a mi mente, en ese instante, la imagen de una noche monstruosa. Estábamos sobre la cama, desnudos, luego de un coito más o menos digno. Angélica se acercó y me acarició el cabello. Yo vi el suyo, rubio falso, cascada de pasto seco cayendo sobre sus hombros blancos. Quiero ser madre, dijo con solemnidad. Yo me largué a reír. Para qué, dije, si ya hay demasiada gente en el mundo y nadie parece estar bien. Además, habría que mantenerlo, habría que gastar más de lo necesario y tu sueldo, nuestro sueldo, no da para tanto. Ese, sin duda, fue el comienzo del desastre. Luego, comenzó a llegar tarde. Se iba de fiesta con sus amigas, las toscas estilistas. Fue una cervecita, no más, decía al llegar a casa, casi siempre después de medianoche. Alguien que no trabaja, alguien que no quiere ser padre, ¿eso es un hombre?, lanzaba con su agresividad de persona vulgar media borracha. No entendía nada de nada. Cuando gané el premio, ceremonia a la que no la invité, no quería pasar vergüenza ante gente tan sensible, hubo un arreglo temporal, dos o tres meses, quizá, hasta que se acabó el dinero y todo volvió a su espesa normalidad.
Regresé a casa tras fumar la yerba. En el camino, las mujeres con delantales floridos se habían esfumado. Con seguridad, ahora tomaban oncecita junto a sus vástagos, mirando hipnotizados las teleseries, donde quizá haga apariciones esporádicas ese alguien que esperan, ese que les indica que todo está bien, que tendrán vida eterna, detergente en abundancia y una tumba colmada de flores. Más allá, al doblar una esquina, divisé a un tipo pintando un muro con spray. Al verme, desapareció. “Yuyos libres”, decía el rayado. Buena idea, pensé. Alguien tiene que ocuparse de la maleza, alguien tiene que ocuparse de nosotros. Cuando llegué a casa me tiré en la cama y escribí, de un tirón, un poema que hablaba de la floración de una silla mecedora en una tapicería de Recoleta, silla arbusto donde haría el amor con Angélica, otra Angélica, eyaculando savia y metáforas. Después, me dije que era un estúpido. Las peluqueras no son artistas como señalan sus anuncios de neón, son simples y vulgares comerciantes, preocupadas por satisfacer los clamores del esófago, incapaces de comprender al poeta, al chamán de la tribu, al espíritu llamado a mostrar las desproporciones y las desafiliaciones del mundo, a abrir el horizonte con un abrelatas, a inflamar la conciencia pública y las almas de sus hermanos. No, ellas huyen cuando comprueban que el papel moneda se hace escaso, cuando ven en riesgo su posibilidad de manipular mamaderas, pañales y tiernos cerebros, cuando en el horizonte no se avizora un lavaplatos refulgente. Y la poesía, se sabe, muchas veces debe ser impresa en papel barato, papel para envolver trozos de zapallo, pues no es un negocio como el amor. No, no existe la mujer total, no existe la musa, a menos que sea trazada sobre un papel. Encendí otro pito. Encendí el televisor. Y allí me quedé, pensando cuánto tiempo es posible sobrevivir con $ 4.000.

Publicado en Revista: "Esperpentia" n 6.

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