jueves, 22 de mayo de 2008

por Roberto Yañez

Antonin Artaud, acercamiento aventurado a propósito de los Tarahumara

Hace tiempo vengo observando a Artaud, a través de sus libros y a través de su muerte, ésta parcialmente en vida si se piensa el curso dramático de su existencia y el grito manifiesto de su densa y extensa obra. No nos hagamos ilusiones. Esta obra resiste el análisis lógico, puesto que es lo menos apto para desenredar sus continuas alusiones a un mundo de símbolos, vacíos hoy al parecer, pero llenos de historia y tradiciones en los más diversos pueblos del globo.

Los indios Tarahumara, consagrados en sus ritos a una tradición solar, son en este libro de Artaud objeto de estudio y poesía, abdicaciones, confusiones y oscilaciones entre el mundo de las tinieblas y de la luz. No es posible deducir una postura a un lado u otro de dios desde este libro que marca la etapa final y quizá más conflictiva, de una existencia poética que no conoció el perdón y que, en un estado desvalido, intenta una última puesta en escena de sus dolores y de su saber, una última desesperación que condujera a la aprehensión de un mundo en crisis y también un mundo que precisamente estaba en un cambio monstruoso si se piensa en un progreso material y una creciente polarización de las posturas modernas en cuanto a la filosofía, la ciencia,
la política y las artes. La Segunda Guerra Mundial estaba dejando destrozos irreparables en la conciencia del ser; Franco había celebrado su victoria para instaurar su nacional catolicismo bajo el cual todo tipo de manifestación humanista encontraría freno y censura. ¿Cómo es posible pensar en escribir un libro que pusiera, una vez más, patas arriba a la moral occidental y una vez más hiciera uso del fundamentalismo surrealista de una manera que no desuniera vida y obra? Artaud encontraría en la sierra Tarahumara una sinfonía de signos, un despertar de la geografía y un pueblo de sincretismos y absurdos, primitivo, envuelto en un hogar solar, dedicado al uso ritual del peyote y a la veneración de una tradición casi inexistente en la conciencia del mundo occidental, preocupado del comercio, la guerra, la venta del alma y del aniquilamiento en masa. La situación en la sierra Artaud la resume ya en poemas, en narraciones, siempre con recursos poéticos/aforísticos, siempre a mano su inconfundible capacidad de máximas abisales, de intervenciones del lenguaje que van más allá de un simple documento impreso, para situar un ambiente mental con un increíble equilibrio interno. “Yo no recuerdo haber oído en mi vida algo que indicase de forma mas resonante y manifiesta hasta que profundidades desciende la voluntad humana a provocar su innato conocimiento de la noche”.

La cultura indígena nos es difícil de entender, ya que en ella las fuerzas del cosmos no son simples entes comprensibles en la física, sino más bien potestades que actúan en el círculo de la naturaleza de polos imantados. El movimiento filosófico de la naturaleza, el principio macho y hembra, la metempsicosis, el desprecio por el dolor físico, son algunos de los temas pertenecientes a esta cultura que Artaud nos ilustra con tanta pasión y por qué no, con la esperanza que su aporte poético/científico nos de pistas para integrar algún día esta existencia nuestra, tan tapada de tabúes y exclusiones, de sofismas y mentiras. Artaud va a la sierra no sólo a recopilar material, pues espera de la danza una curación para sus males y nos relata cómo en la espera del rito le impacta esta montaña de signos y el proceder de los brujos que, con una indumentaria peculiar, inician los gritos del coyote, las danzas espasmódicas y los demás sonidos para invocar las fuerzas que dieron origen a esta vida, inspirando su sensibilidad teatral, la que ya encumbró a doctrina en El teatro y su doble.
El tema central de este libro, a mi entender, es la conciencia. Los mismos Tarahumara ven el mayor peligro en la pérdida de conciencia, incluso la temen más que la pérdida de la vida. Todo el rito gira en torno a ella y los símbolos, a ratos antropomórficos en la sierra, son en última instancia esa parte de natura que sabe que el hombre la habita y que incluso, reacciona en forma brusca ante los movimientos de la mente que en conjunción, provoca un cambio en el espíritu de las cosas. He aquí la búsqueda de un sistema. Es el sistema de la vida, paradójicamente buscado. No es en la vida que hallamos dicho sistema, más bien es un sistema que sostiene la vida, pese al pecado del hombre de situar los pecados donde no están.

El catolicismo infértil e impotente, una ciencia que reniega sistemáticamente de los pechos que latimos, todo eso unido a la enfermedad de Artaud, conduce a que éste, en uno que otro instante, no pueda resistir la presión que ejerce con su propia obra y cae, muy de vez en cuando, en las garras de un escrito negador, como lo es el Suplemento al Viaje al País, donde incluso, pese a asumir la doctrina cristiana desde su formalidad de aceptar que Jesucristo es el hijo de Dios y lavador de los pecados, no pierde el hilo de su profunda reflexión acerca de cómo y por qué él, Artaud, se interna en los territorios prohibidos del saber. No es necesario explicar que sólo en ese combate del SER, en todo hombre de conocimiento, le es permitido cometer el error de convertirse a una falacia como bajar la cabeza ante instituciones humanas que pretenden tener en las manos al alfa y omega de los destinos, a través de cualquier religión o doctrina que no contempla el SER, pretendiendo dar recetas como nosotros, los humanos, debemos resignarnos a ser el juguete del fascismo omnipresente que descarta tanto a homosexuales como los enfermos, creadores, obreros, pensadores, débiles y en ultima instancia, científicos como Artaud que se aventuran hacia terreno resbaladizo en el propio sentido del espíritu. Los psiquiatras, pilares en su mayoría de este sistema de poder, ayudaron para que Artaud necesite, en última instancia, buscar refugio en Jesús. El tema era Jesús/Trabajo/Salud. La única parte de la cuál Artaud se hizo cargo fue del trabajo, en el sentido rimbaudiano de la palabra, por lo demás no remunerado y penado con la muerte. No nos echemos tierra a los ojos; Rimbaud postula a la “huida de los tiranos y de los demonios,el fin de la superstición, a adorar, los primeros, la Navidad sobre la tierra. El canto de los cielos, la marcha de los pueblos, esclavos, no maldigamos la vida”.

Es curioso que Artaud haya hecho el paralelo entre la sierra Tarahumara y La Natividad de El Bosco. Es el nacimiento que está en juego, un nacimiento a partir de la tradición de la vida. La cultura cristiana ha destruido brutalmente el mundo americano. En la sierra Tarahumara, los indios le explican lo que conservan de lo original, le inducen a creer en una red de correspondencias naturales, tanto en el plano mental como en el plano cósmico. Artaud nos dice al respecto: “Por increíble que parezca los indios Tarahumara viven como si hubieran muerto, los habita una especie de embrujamiento psicológico, los indios viven a despecho de todas las teorías médicas, conocen el árbol de la vida que pasa por el centro de la realidad. Se me ocurriría que este simbolismo disimula una ciencia, cuando todo un país desarrolla en la piedra una filosofía paralela a la de los hombres…”. De qué ciencia se trata es otra cosa. No nos podemos a veces imaginar la trascendencia de ciertos fenómenos, y es difícil incluso, a partir de un trabajo de hormiga, dar en el clavo. No importa. Antonin Artaud nos informa: “Lo que salía de mi bazo o de mi hígado tenía la forma de las letras de un alfabeto muy antiguo y misterioso masticado por una enorme boca, pero espantosamente inyectada,orgullosa,ilegible,celosa de su invisibilidad,y dichos signos se veían barridos en todos los sentidos del espacio, al tiempo que me pareció que subía, pero no solo... En un momento determinado algo así como un viento se levanto y los espacios retrocedieron. Del lado donde estaba mi bazo se produjo un vacío inmenso que se peino en gris y rosa como la orilla del mar. Y en el fondo de dicho vacío apareció la forma de una raíz abortada, una especie de J que tuviese en su cima tres ramas y sobre ellas una E triste y brillante como un ojo. Llamas salieron de la oreja izquierda de J y pasando por detrás de ella parecieron empujar todas las cosas hacia la derecha, del lado donde estaba mi hígado, pero mucho más allá de él”. Se ve claramente que el Surrealismo ha compenetrado a esta zona, pues allí también, según Breton, se da de forma espontánea la atmósfera surrealista, esa combustión, esa imponente inverosimilitud, ese cargar con letras la trama de lo mental/físico, esa abstracta comunión con el espíritu y obviamente, con su destino que es, aunque sea por un lapso, penetrar el mundo del significado, expresado de una forma tan abstracta como lo hace Artaud en sus momentos de máxima lucidez.

Esta experiencia entre los Tarahumara provoca un cataclismo en la comprensión. Arma la comprensión de los rayos del sol y la piedra. Al mismo tiempo pareciera encarnar el desplazamiento verbal de este libro. Artaud escribe con el cuerpo, con cada partícula. En su paso por este mundo, no dejó ni un instante, el espacio en medio. Es su cuerpo también el metabolizador del abismo. “Abismo carnal”,como él mismo lo denomina, abismo químico. En todos sus textos presenciamos esa rarefacción, ese algodón mental. Es una especie de escribir con los huesos, prolongar el cuerpo en el libro y atravesar con él la vida. Veo los testimonios de una existencia profunda y heroica, sin escape posible. André Breton no declara en vano que Artaud llevó más lejos la reivindicación surrealista. Termino este artículo con una frase del propio Antonin Artaud: “No quiero ser para siempre sino ese poeta que se sacrificó en la cábala del ello, por la concepción inmaculada de las cosas”.

Roberto Yánez

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